El juicio fue magistralmente conducido por la jueza María Coelho, de estricta toga negra y martillo. La jueza realizó un intenso trabajo previo de meses de preparación con las partes para poder hacer un juicio ágil y sin pérdidas de tiempo innecesarias. Como siempre hemos sostenido, el jurado vino a salvar al juicio oral de su larga decadencia (
ver conferencia magistral de Binder).
Fueron cinco días continuos de debate, de lunes a viernes y en jornada completa. De esta manera se aseguró la inmediación, la continuidad y el interés de la población y del periodismo por el drama trágico que se desenvolvía en la sala de la corte. Así se deben hacer todos los juicios.
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La jueza María Coelho, de brillante desempeño
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La pluma privilegiada de Ricardo Ragendorfer para Tiempo Argentino describió la trama macabra con precisión.
"El asesinato de sus padres fue el punto de inflexión de una historia personal atravesada por una crianza basada en la obsesión por el dinero y una compulsión por los negocios. Su existencia y la de su padre fue una impostura animada con toda clase de estafas y defraudaciones (
ver).
Eso, por ejemplo, lo descubriría en forma tardía la señora Paula Coquiara, una asesora inmobiliaria de la empresa Re/Max, quien lo había conocido a raíz de algún negocio del ramo, y que se convirtió en su amante.
La cuestión es que, mientras –lógicamente– Martín ocultaba tal relación ante su esposa, a ella le decía que estaba divorciado.
El tipo timaba a dos puntas. Es que la construcción sistemática del engaño era como un arte para él.
Más allá del impacto extremo e inconmensurable que causó en el seno familiar el asesinato de sus padres, las revelaciones en pleno juicio sobre su doble vida –los embustes, los adulterios, las deudas y las trapisondas– se desplomaron sobre el hermano, la esposa, los hijos, la amante y otros allegados, con el mismo peso que una gigantesca roca sobre el océano.
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El hermano de Martín Del Río y su mujer
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Martín Del Río había llevado hasta las últimas consecuencias eso de “entramos y después vemos”. Así se metió en un laberinto sin salida.
Su última gesta fue haberle birlado a “Papucho” la suma de 1.700.000 dólares con la inexistente compra de un departamento en el exclusivo Chateau Libertador, de Núñez. Sus padres querían mudarse allí de inmediato.
Pero Martín, para postergar el asunto, esgrimía una excusa tras otra. Y José Enrique había empezado a desconfiar.
Ya el 10 de agosto –según un mensaje de WhatsApp–, Martín adujo un retraso de la mudadora Verga Hermanos.
José Enrique, ya muy impaciente, respondió:
–Bue, ¿qué vas a hacer? Esperemos que terminen pronto. Porque si no, parece el cuento de Caperucita esto.
Martín, día por día y, luego, hora por hora, supo retrasar la mudanza con otras tantas fantasías argumentales. Así se llegó al 24 de agosto.
Para ese hombre, el tiempo ya se había agotado.
Aquel día, sus padres esperaban al camión de mudanzas. En cambio, fue él quien llegó a la casona de Vicente López.
A los pocos minutos, la pistola Bersa intervino en esta trama.
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Descripción del colegio Manuel Belgrano de Martín Del Río cuando finalizó sus estudios secundarios. |
El último acto
El 9 de diciembre pasado empezó el juicio a Martín Del Río, un acontecimiento transmitido por todas las señales televisivas de noticias.
Había que verlo en el banquillo, siempre con la misma chomba colorada, siempre con una expresión distendida, cómo si en realidad fuera el protagonista de una comedia de enredos a punto de aclararse.
La sala del Tribunal Oral N° 7 parecía la escenografía de esa obra teatral. El jurado popular (compuesto por 12 ciudadanos), robustecía tal impresión. Y el desfile de testigos no tuvo desperdicios.
Más allá de que las pruebas en contra de Del Río fueran lapidarias, sus testimonios trazaron un relato coral que puso al descubierto su alma.
Su morfología, en rigor, era el gran misterio del caso.
Entre todos los declarantes hubo un denominador común: el estupor ante el hecho de que el temperamento simpático, amable y criterioso de aquel sujeto les haya impedido ver lo que verdaderamente era: un frío asesino.
Al escucharlos, él parecía disfrutar de su eficacia para la simulación. Su gestualidad, entre pícara y orgullosa, daba cuenta de ello.
Así, con tal estoicismo, fue asimilando los peores calificativos de quienes fueron sus allegados, tanto de su vida privada como del mundo de los negocios.
Pero entre estos últimos hubo un empresario que dijo no haber cerrado a último momento un trato con él, al intuir que era un “garca” (ojo que es un garca).
Tal adjetivo, súbitamente, lo desestabilizó, al punto de palidecer mientras empezaba a transpirar copiosamente. Pero se recompuso de inmediato.
El viernes 13, durante la última audiencia, declamó sus últimas palabras antes del veredicto. Lo hizo, micrófono en mano, dirigiéndose a los presentes con la actitud de un vendedor de automóviles usados.
–Buenos días para todos –fue su arranque.
Y tras un estudiado silencio, desgranó:
–Les quiero decir que soy completamente inocente. Amo a mis padres. Los extraño muchísimo. Rezo por ellos. Y quiero que la fiscalía pruebe quiénes han sido sus verdaderos asesinos. Muchas gracias a todos.
Tal vez aguardara un aplauso que no llegó.
Ya se sabe que, al rato, Martín del Río fue condenado a perpetuidad".