Extraída del Diario La República, España (2011)
Los manuales de retórica definen el concepto de paradoja como "figura apotegmática o sentenciosa que se expresa en forma contradictoria". Muchos escritores la han utilizado con frecuencia, pero quién ha pasado a la historia literaria como gran cultivador de ella ha sido Chesterton.
Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874-1936) fue, en efecto un escritor complejo. Periodista, poeta y novelista, en su juventud tuvo gran interés por las ciencias ocultas pero, con los años, protagonizó una de las conversiones al cristianismo más famosas de la literatura. Fruto de ello serían, entre otras obras, una de sus narraciones más famosas, El hombre que fue Jueves, que trata acerca del mal y del libre albedrío.
Hombre de robusta figura -es curiosa la anécdota que cuenta como, durante la Primera Guerra Mundial, cuando una mujer le preguntó por qué no estaba en el frente, el escritor respondió: "Si usted da una vuelta hasta mi costado, podrá ver que sí lo estoy"-, su personalidad se caracterizaba por el sentido del humor, que está muy presente en sus escritos, incluso los más polémicos.
Pero, si Chesterton ha alcanzado fama por algo ha sido por su genial creación del padre Brown, el menudo sacerdote de aire despistado, siempre sujeto a un gigantesco paraguas, que, al modo del Sherlock Holmes de Conan Doyle, desentraña los más atroces e inexplicables crímenes, aunque, a diferencia de éste, lo hace más por su profundo conocimiento de la condición humana que por deducción lógica.
Además de la narrativa, Chesterton cultivó el ensayo abundantemente y sobre todo en ellos se observa el uso de la paradoja. Suele iniciarlos con una frase sencilla que describe una opinión común para luego, mediante su argumentación, demostrar que no es tan cierta como parece.
Buena muestra de ello es el ensayo titulado Doce hombres, en el que reflexiona sobre la figura legal del jurado. Partiendo del hecho -casi unánime e instintivamente aceptado- de que la especialización profesional es buena, el hábil escritor consigue darle la vuelta al argumento para mostrarnos como, en el caso de juzgar a un supuesto delincuente, no lo es tanto.
A su modo de ver, es mucho más útil y honesta la figura del jurado popular debido a que sus integrantes juzgan al acusado desde una perspectiva humana, no contaminada por abstractos conceptos legales, ni por el ejercicio cotidiano de la magistratura.
Se trata, en suma, de una nueva muestra del gusto de Chesterton por la paradoja, figura que utiliza tan sabiamente que logra convencernos a pesar de que, inicialmente, pudiéramos pensar lo contrario.
El otro día, mientras estaba pensando en cuestiones de moral y en el Sr. H.Pitt, fui, por así decirlo, secuestrado y conducido al estrado de un jurado para juzgar a alguien. El secuestro duró unas semanas, pero no dejó de parecerme algo repentino y arbitrario. Me sentaron ahí porque vivo en el barrio de Battersea y mi apellido empieza con la letra C. Mirando a mi alrededor, vi una auténtica multitud que había acudido a la citación del juzgado. Toda esta procesión de hombres vivía en Battersea y su nombre empezaba por C.
Parece ser que siempre citan al jurado haciendo estos barridos alfabéticos. De un plumazo oficial, por así decirlo, Battersea queda desnudo de sus C y se tiene que arreglar como pueda con el resto de alfabeto. En una calle falta un tal Cumberpath, de otra un Chizzolpop, tres Chucksterfields de la mansión Chucksterfield, los niños lloran la ausencia de Cadgerboy, la comadre de la esquina llora por su Coffintop y no admite consuelo.
Nos acomodamos juguetones en nuestros asientos, (somos una especie temeraria los C de Battersea, no nos preocupan las consecuencias) y nos toma juramento de forma totalmente inaudible un sujeto que parece un cirujano militar que hubiese entrado en su segunda infancia. Entendemos sin embargo que debemos juzgar bien y fielmente el asunto que enfrenta a nuestro Soberano, el Rey, con el prisionero. Los dos están, de momento, por aparecer.
Justo cuando daba por hecho que la Corona y el acusado estaban seguramente llegando a un acuerdo amistoso en otra sala, apareció la cabeza del acusado por encima del banquillo. El cargo es por robo de bicicletas y es la viva imagen de un gran amigo mío. Nos metemos con detenimiento en el asunto del robo de bicicletas. Juzgamos bien y fielmente el asunto de las bicicletas que enfrentan a la Corona y al acusado. Acordamos, tras una breve pero razonable discusión, que el Rey no estaba implicado en modo alguno. Después nos ocupamos de una mujer acusada de abandonar a sus hijos. Parece como si algo o alguien hubiese sido descuidado con ella. Y soy uno de los que está más bien convencido de ello.
Durante el tiempo en que el ojo observó estas apariciones y la mente formuló estos frívolos comentarios, el corazón sintió una pena primitiva y un miedo que el ser humano ha sido incapaz de formular desde el principio, pero que es el poder que le da la fuerza a la mitad de los poemas del mundo. Este estado de ánimo no puede ni siquiera sugerirse, a no ser afirmando que la tragedia es la máxima expresión del infinito valor de una vida humana. Nunca me había encontrado tan próximo al dolor y nunca tan lejos del pesimismo.
Por lo general, no diría palabra de estas emociones oscuras, hablar de ellas es demasiado difícil. Las menciono ahora a cuento de una razón, concreta y específica, que inmediatamente expondré. Las menciono porque en su fragor encontré, de forma curiosa, la confirmación de una verdad política o social. Vi con una claridad rara e indescriptible en qué consiste realmente el juicio por jurados y porque nunca debemos abandonarlo.
Hasta la fecha, nuestra época se ha orientado de manera consistente hacia el socialismo y el profesionalismo. Tendemos a preferir a los ejércitos profesionales porque luchan mejor, cantantes profesionales porque cantan mejor, bailarines profesionales porque bailan mejor, cómicos profesionales porque se ríen mejor, etcétera. Numerosos escritores modernos han planteado esta idea para el Derecho y la política. Muchos socialistas fabianos han insistido en que la mayor parte de nuestra actividad política debería realizarse por expertos. Varios juristas han planteado que el jurado lego debería ser suplantado por el juez profesional.
Bueno, si este mundo nuestro fuese mínimamente razonable, no creo que hubiese nada que objetar. Pero el verdadero resultado de toda experiencia y la verdadera base de toda religión es esto: que la cuatro o cinco cosas más esenciales que debería conocer un hombre, conforman todas ellas lo que llamamos paradojas. Es decir, que por más que resulten ser en la vida diaria simples verdades, difícilmente podemos formularlas sin ser culpables de ostensibles contradicciones verbales. Una de ellas es, por ejemplo, el indiscutible tópico de que la persona que más disfruta consigo misma es la que menos lo pretende. Otra es la paradoja del coraje; que consiste en que la forma de evitar morir es no temiéndole a la muerte en exceso. Al que le importa muy poco partirse los huesos al treparse a un peligroso peñasco sobre las olas, puede que los salve gracias a ese descuido. El que pierda su vida, la salvará. Como ven un comentario totalmente prosaico y práctico (Lucas 9:24).
Pues bien, entre estas cuatro o cinco paradojas que deberían enseñarse a cada bebé que juega en las rodillas de su madre, se encuentra la siguiente: cuanto más una persona mira algo, menos la ve; cuanto más aprende de una cosa, menos de ella sabe. El argumento fabiano a favor del experto, de que debemos confiar en las personas entrenadas, sería totalmente irrebatible si de verdad fuera cierto que un hombre que día a día estudia algo y lo practica, entiende el significado y la importancia de ese algo cada vez mejor. Pero no lo hace. Cada vez capta y ve menos de su sentido e importancia. De la misma manera en que nosotros, ¡qué pena!, a no ser que nos recordemos que debemos ser humildes y agradecidos, vemos cada día menos y menos el sentido y la importancia del cielo y de las piedras.
Ahora, es un asunto tremendo señalar a alguien para que reciba la venganza de los hombres. Pero es algo a lo que se puede uno acostumbrar, como puede también acostumbrarse a cosas terribles; incluso un hombre puede acostumbrarse al sol. Y lo verdaderamente horrible de toda la administración de justicia, incluso de los mejores entre los jueces, magistrados, abogados, detectives y agentes de policía, no es que sean malvados (algunos son buenos) ni que sean idiotas (un puñado de ellos son mas o menos inteligentes), sino que sencillamente es que se han acostumbrado.
Hablando con propiedad, no ven al acusado en el banquillo. Lo único que pueden ver es al hombre de siempre en su lugar habitual. No contemplan la espantosa sala donde se imparte justicia; sólo ven en ella su lugar de trabajo. Por lo tanto, el instinto de la civilización cristiana ha decidido, muy sabiamente, que en ocasión de cada juicio se reciba una transfusión de sangre fresca y de nuevos pensamientos procedentes de las calles. Que lleguen personas capaces de ver el tribunal y a la multitud, a los rostros vulgares de agentes y rateros, a los rostros consumidos de los viciosos, al rostro inverosímil de los abogados mientras gesticulan. Y ver todo esto como cuando uno mira un cuadro nuevo, o el estreno de una obra de ballet jamás vista.
Nuestra civilización ha decidido, y muy justamente decidido, que determinar la inocencia o culpabilidad de alguien es un asunto demasiado trascendental como para confiárselo a los profesionales. Si se desea iluminar un asunto tan terrible, convoca a hombres de la calle tan ignorantes del Derecho como yo mismo, pero capaces de sentir lo que yo sentí en el estrado del jurado. Cuando lo que quiera es catalogar correctamente una biblioteca, o conocer las dimensiones del sistema solar o cualquier otra de esas cosas irrelevantes, pues que allí emplee a los especialistas.
Pero cuando lo que quiera es hacer algo realmente importante, reúne a doce hombres comunes y corrientes que andaban por ahí. Lo mismo hizo, si no recuerdo mal, el fundador del cristianismo.